El zumbido del refrigerador era lo único que rompía el silencio de la madrugada cuando el teléfono encriptado de Alejandro vibró sobre la encimera. El café que bullía en la cafetera se detuvo; mis dedos, a medio camino de la taza, quedaron suspendidos en el aire. Reconocí aquel timbre grave: la línea que Nicolás usaba solo si algo había salido radicalmente mal.
—Alejandro. —Su voz llegó hueca; al fondo se oía el retumbar de motores en marcha y un viento furioso azotando algo metálico—. Necesito que Cecil me escuche también. Es sobre Susan.
Mi sangre se heló. Alejandro me tendió el auricular mientras apoyaba la otra mano en mi hombro, como si temiera que me desvaneciera.
—¿Nicolás? —mi voz era apenas un susurro.
—Cecil, lo siento… Hubo un ataque. La caravana que trasladaba a Susan hacia el aeropuerto fue interceptada en la autopista 67, a menos de cuarenta kilómetros de la ciudad. Dos vehículos blindados. Diez agentes. Todos… abatidos.
Sentí el suelo inclinarse bajo mis pies; el vértig